De niños, desde el primer rayo de
conciencia, cuando apenas empezamos a asociar las palabras con las cosas, los
nombres que se encajan con lo que representan, la voz interior se manifiesta, a
mí por ejemplo, recuerdo lúcidamente que mi madre me llevaba de la mano por una
calle estrecha de un barrio popular en Colombia, y justo adelante, una niña, a
lo mejor unos meses mayor, vestido azul claro que le llegaba hasta los
tobillos, pelo negro con una cinta azul clara también, unos 30 pasos de
distancia, ¡tírale una piedra! ¡Deseo estar solo con ella y pegarle y que
llore! No voy a decir que medité al respecto, no fue sino mucho después, hoy, a
mis treinta, que sufro un ataque de pánico al luchar contra esa misma voz que
me dice una y otra vez que hiera a los que me acompañan, que estrelle el carro
que conduzco, que haga este o aquel acto horroroso. Esa voz que no aparece todo
el tiempo, sino en épocas, en ciertos momentos donde estoy encerrado conmigo
mismo, donde mi mente en blanco empieza a buscar el sueño, aparece de pronto
con alguna sugerencia insana. Sé que estoy enfermo, sé que esa voz sigue ahí,
como un injerto, todavía incapaz de tomar control de mi conciencia, una sombra
que molesta, inválida en sus formas de asecharme, incapaz, todavía, de
ordenarme.
Escribo esto por miedo, porque hoy
después de mucho tiempo, ha vuelto con fuerza, como si quisiera revolcar mi
mente y tomar control de lo que soy, de mi personalidad plena y mis facultades,
de dejarme encerrado en una celda, como prisionero de esa aberración, como una
pequeña parte adherida a un monstruo que quiere soltarse. ¿Cómo sé si es una
crisis de ansiedad y pasará yéndome a la cama e intentar dormir, ignorarla y
empezar mañana un ajetreado día? No puedo. No soy capaz de ir a dormir junto a
ellas, no puedo soportar sus palabras mientras duermen plácidamente, ¿Cómo es
posible que una voz interior diga esas palabras? ¿Acaso soy un monstruo?
Pude dormir cuatro horas en el cuarto
de huéspedes, encontré sosiego en Albert Camus, leyendo ‘El mito de Sísifo’ en
el apartado llamado ‘Los muros absurdos’, sentí que me hablaba, que me tendía
una mano desde su abismo, que me tranquilizaba porque describía lo que me
pasaba, llegué al absurdo, concluí, esto es ‘La náusea’ de Sartre.
Los primeros momentos de la mañana
fueron agradables, por fin se fue la voz, creí, pero una vez estuve solo, en
medio de una reunión de trabajo, volvió la sensación, el abandono, la voz,
definitivamente necesito ayuda. Medito sobre ese pozo sin fondo donde los
recuerdos y las vivencias forman personalidades que van tomando forma,
múltiples voces que conviven dentro de un cráneo, ese secreto todavía no
revelado de la interacción de miles de millones de neuronas entre sí, para
formar personalidades estables e inestables, al borde del colapso como yo, que
siempre creí tener una mente fuerte, robusta.
Me interrumpen del trabajo para
preguntarme algo, no sé responder, he dicho que tuve una mala noche, pero ya se
pasará. Pero la voz responde algo distinto, algo que no diré.
Por ahora, iré por una taza de café y
fingiré ante los compañeros de trabajo y el mundo, que nada ha pasado.
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