Encontré las instrucciones para
entrar a la casa en una servilleta doblada y apretujada entre dos ladrillos que
sobresalían al costado izquierdo del zaguán. La puerta metalizada, coronada con
vitrales verdes, era todo lo que me separaba de ella.
Habíamos empezado este juego casi
desde que nos conocimos: el juego de inventar nuestro propio lenguaje, un
código que fuimos alimentando con los años y que se iba afinando en
complejidades; así había surgido también ese romance intenso que nos había traído
hasta esta última prueba: atravesar la puerta, romper el silencio del zaguán y estar
juntos por fin. El juego empezó con combinaciones matemáticas que nunca
comprendí, pero siempre hubo un eco en mi cabeza que me fue diciendo cómo
seguir, cómo resolver mientras trataba de enamorarla. Con el tiempo me fui
llenando de angustia, queriendo tener control de esa voz que resonaba cuando
debía y resolvía el acertijo para sus ojos complacidos. Sentía la nausea
acumularse cada vez que tenía cerca su sonrisa.
Me pesaba la certeza de que con
el tiempo había empezado a perder la capacidad de comprenderla a ella y a mi
propia voz. Que mi deseo había nublado mi entendimiento.
Sabía que había sido torpe, pero
creí que también había sido lo suficientemente astuto como para persuadirla. Creí
que nuestra conexión seguía intacta.
Haber logrado encontrar esa
puerta me hacía pensar que todo había funcionado y que, a pesar de la
complejidad, sabía que estaba a punto de obtener por fin esa recompensa que se
arropaba del otro lado de la oscuridad. Sentí una duda crecer en mí. ¿Y si no
era capaz de comprender el último acertijo?
Desplegué la servilleta: - mi ne
ŝatas vin
Me confundieron las palabras,
nunca antes había habido palabras en nuestros códigos y un silencio doloroso se
arremolinó en mi cabeza . No había nada en mí que me permitiera hacer alguna
trampa para saber lo que allí se escondía. Me sentí perdido, harto de la espera
y de los juegos y así, sin más, en menos de un segundo pasé de la ternura de su
recuerdo a la furia.
Di una patada a la puerta y sentí
la vibración de los vitrales. Tiré la servilleta y empecé a gritar su nombre.
Le exigí que abriera y empecé a patear la puerta hasta que se hicieron pequeñas
hendiduras en su base metálica. Una que otra señora se asomó por la ventana y
después de lo que me pareció una eternidad llegó un policía llamándome a la
calma.
No supe explicar, me agazapé a un
lado de la puerta y lloré, supe que era un final, que todo estaba destinado a
ser final, que no había nadie del otro lado, que ella siempre supo que yo
mentía y que esta prueba final no era más que el escenario que ella creó para
el abandono.
El policía fue benévolo. Vi mi
vergüenza reflejarse en su mirada compasiva. Me levanté del suelo y busqué la
servilleta. Quise intentar, quise remediar, quise que no se acabara el juego.
No pude encontrarlo.
No traté de buscarla, sabía que no podría encontrarla. Así que dejé todo a azar que sólo me trajo silencio.
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