Ningún lugar es lo suficientemente cálido, en todos me siento foráneo. Siempre
creí que mi lugar era mi pueblo natal, donde viví hasta los diecisiete. Estando
en la universidad de la capital, pensaba en volver, estar allá, no dudaba en cada
vacación retornar. Con el tiempo, ese deseo constante de volver se fue
desvaneciendo, cada vez me sentía más forastero en ese lugar o en cualquiera.
Viviendo solo en la ciudad, no me quedaba más a donde ir en mis recesos
estudiantiles que a mis pensamientos, donde largas horas me cuestionaba la
razón de sentirme así. Desde temprana edad, me retumbaba en la cabeza una frase
que me decía un ser querido que sufrió maltratos físicos y psicológicos y que no
pudo romper la cadena generacional, tratando de alguna manera de transmitir sus
traumas: “Te parió la tierra”, pero nunca me dijo qué lugar de esta.
En cada discusión común, que surge por la convivencia, aparecía esta frase,
que puede parecer muy superficial. Un profesor decía que iba a repetir tanto
cierto tema hasta que lo aprendiéramos, lo que llamaba aprendizaje por
repetición, que consiste en exponerse una y otra vez a un estímulo, hasta
interiorizarlo y pase a ser parte de nosotros. Comprendí que justo eso me había
pasado con esa frase, que me estremecía hasta las vísceras. No solo me lo
repitieron mucho cuando era pequeño, sino que ahora después de tenerlo más que
interiorizado y de que parezca un eco interminable en mi cabeza, me la siguen
diciendo y no hace más que seguir prolongando su resonancia.
He sacado provecho de este método de aprendizaje que comprendí, y lo he
llevado a mi labor profesional, pues he incursionado en la política municipal,
como alcalde de mi pseudo lugar de nacimiento, donde ganar no fue nada difícil,
bastó con un par de sancochos comunitarios, diez camisetas con mi nombre a cada
barrio y repetir mucho que mi mandato sería alternativo y que conocía la
situación del pueblo.
Siempre fui sincero y repetí que me dedicaría a solucionar dos problemas de
vieja data. Uno de ellos era la matazón que se vivía por la convergencia de
diferentes grupos ilegales que se disputaban el territorio, no me importaba lo
que ellos hacían ni los quería controlar, solo quería separar a los niños de la
reiterada escena violenta a la que estaban sometidos, para que no
interiorizaran esa situación y luego la hicieran parte de ellos como trauma o
como réplica. El otro problema tenía que ver con la ausencia de una planta de
sacrificio de animales, o como era conocido, un matadero, lo que provocaba que
los animales se sacrificaran y comercializara su carne clandestinamente.
Finalmente, no cumplí ninguna de las dos. Después de todo no me sentía de
ese territorio, no valía la pena luchar por él. El pueblo estaba completamente
fuera de control y el tema del matadero lo descarté, pues ahora retumbaba en mi
cabeza la pregunta lógica que se planteaban y repetían irónicamente los
pobladores: ¿Para qué un matadero?, ya el pueblo entero lo es.
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