Ya es
tarde y mi papá se va a enojar – pensaba –
Me van a
regañar – se imaginaba -
Estamos
lejos de la casa – se decía –
¿Adónde
iremos? – se preguntaba –
Malditos,
malditos arrogantes que se creen dueño del mundo, de la verdad, de todo, los
odio y seguro me van a matar.
Tengo
hambre, maldita sea. ¿Para que salí? si me hubiese quedado en la casa ya
estaría comiendo, seguro mi mamá hizo guiso de gallina. Yo la vi en la tarde
cuando cogía una del patio y la amarraba en la troja, a que esperara el
cuchillo degollador que la mataría, trágica similitud conmigo que voy amarrado
al mismo destino.
Debo
escaparme, correr, correr hasta que las piernas no me den más, prefiero morir
de cansancio y no que me maten estos cobardes hijueputas.
Es muy riesgoso, sí, pero igual me van a matar.
Debo decidir rápido. No me quiero morir, no quiero.
Quiero ver
las tardes, caminar los caminos, nadar las aguas, sentir el sol, vivir. Extraño
todo y ahora recuerdo todo. Quiero llorar, pero no puedo. Nunca había sentido
esto; en las piernas, en el estómago.
Casi no
veo, ya es de noche, es oscuro, no veo nada, este silencio es cada vez más
profundo…
De
repente, un sonido duro que no escuchó y una oscuridad eterna que lo arropó
callaron a Francisco Juan, que a sus 17 años jamás habló y nunca escuchó más
allá de sus pensamientos, ruidosos a mas no poder, hasta que unas bestias los
calló para siempre, por la razón estúpida de no responder una pregunta que le
era imposible escuchar.
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