Fue en el último año de bachillerato. Entre ceremonias, exámenes y
decisiones que pesaban toneladas, la hormiga, con sus seis patas, caminó por
primera vez. Mis escuálidas piernas y rodillas curtidas sirvieron de puentes,
los treinta y tres escalones de mi espalda (de los cuales tres nunca se
recuperaron por su peso), trepados en menos de dos meses. Aquella pequeña
obrera se había ganado la lotería: una casa libre de renta y con suficiente
comida para evitar la incertidumbre de la hambruna que trae la salud mental,
una casa con siete cuartos y dos ventanas, perfecta para vivir durante años
con toda su colonia.
La hormiga se volvió mi mascota, parte de mí. Alucinaba con poder ver su
reluciente armadura, tan oscura e imponente, a través del reflejo de mis ojos
cuando lograba encontrarme frente a un espejo. Pero no dudaba del peso de su
caminar cuando se levantaba luego de tantos minutos impares de sus siestas
matutinas, y su característico hormiguear que nublaba todo atisbo de razón
dentro de mí, dejando solo jaquecas y cascadas enojadas. Dos pulmones
compartidos no eran suficientes para ambos, pero ella era más fuerte y el aire nunca
le faltaba, al fin y al cabo, se gestó en una pupa durante dieciséis años: cuerpo
de obrera, espíritu de torturadora.
Desde entonces, llegó la colonia, las pupas estallaron y la hormiga que
una vez era un pequeño insecto molesto, ahora era un hormiguero. La vida se
paralizó, las hormigas habían creado su civilización dentro de mí, yo no era
más que un espectador de su mundo miniatura. Aquellos parásitos, que comían de
la cordura de mi mente, se adueñaron de mi nombre y mi apellido, y así, olvidé
quién era. El tiempo pasaba, pero los días se atascaban en el futuro incierto
de una vida no vivida, y en el comer de las hormigas, que masticaban mis
pensamientos como roedores que no sueltan la carroña que encuentran en el basurero.
Su pequeño caminar, de un lado para otro, me hacía rechinar los dientes, ¿y su
más intenso detalle?, aquel imperceptible chirrido que hacían al mover sus
antenas, juro que podía escucharlo claro como el agua cuando el silencio se
adueñaba del mundo exterior; sentía que emergían conversaciones de aquellos
movimientos, palabras no pronunciadas que entre susurros anunciaban la
catástrofe que sería el devenir y el espectáculo de culpa que fue el pasado.
Los años pasan y el tiempo se agota, y la paciencia no aguanta con el
peso de una colonia. ¿Es posible hacerles frente a tan organizados animales? Aún
me pregunto si alguna vez se irán por completo, porque, aunque el aire ya no falta
como antes y su jornada laboral ha disminuido, sus pequeños murmullos aún viajan
impulsados por la duda hasta mis oídos, y su hormigueo se extiende por la piel
que toca las gotas de sudor que tan meticulosamente ellas han preparado.
Es entonces la vida un juego de poder entre ellas y yo, donde quien
tiene el control gana, y quien se rinde, dona su cuerpo a la infestación sin
retorno de un animal de seis patas, la hormiga.
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