lunes, 12 de junio de 2023

La hormiga de Mateo Salazar Hoyos

Fue en el último año de bachillerato. Entre ceremonias, exámenes y decisiones que pesaban toneladas, la hormiga, con sus seis patas, caminó por primera vez. Mis escuálidas piernas y rodillas curtidas sirvieron de puentes, los treinta y tres escalones de mi espalda (de los cuales tres nunca se recuperaron por su peso), trepados en menos de dos meses. Aquella pequeña obrera se había ganado la lotería: una casa libre de renta y con suficiente comida para evitar la incertidumbre de la hambruna que trae la salud mental, una casa con siete cuartos y dos ventanas, perfecta para vivir durante años con toda su colonia.

La hormiga se volvió mi mascota, parte de mí. Alucinaba con poder ver su reluciente armadura, tan oscura e imponente, a través del reflejo de mis ojos cuando lograba encontrarme frente a un espejo. Pero no dudaba del peso de su caminar cuando se levantaba luego de tantos minutos impares de sus siestas matutinas, y su característico hormiguear que nublaba todo atisbo de razón dentro de mí, dejando solo jaquecas y cascadas enojadas. Dos pulmones compartidos no eran suficientes para ambos, pero ella era más fuerte y el aire nunca le faltaba, al fin y al cabo, se gestó en una pupa durante dieciséis años: cuerpo de obrera, espíritu de torturadora.

Desde entonces, llegó la colonia, las pupas estallaron y la hormiga que una vez era un pequeño insecto molesto, ahora era un hormiguero. La vida se paralizó, las hormigas habían creado su civilización dentro de mí, yo no era más que un espectador de su mundo miniatura. Aquellos parásitos, que comían de la cordura de mi mente, se adueñaron de mi nombre y mi apellido, y así, olvidé quién era. El tiempo pasaba, pero los días se atascaban en el futuro incierto de una vida no vivida, y en el comer de las hormigas, que masticaban mis pensamientos como roedores que no sueltan la carroña que encuentran en el basurero. Su pequeño caminar, de un lado para otro, me hacía rechinar los dientes, ¿y su más intenso detalle?, aquel imperceptible chirrido que hacían al mover sus antenas, juro que podía escucharlo claro como el agua cuando el silencio se adueñaba del mundo exterior; sentía que emergían conversaciones de aquellos movimientos, palabras no pronunciadas que entre susurros anunciaban la catástrofe que sería el devenir y el espectáculo de culpa que fue el pasado.

Los años pasan y el tiempo se agota, y la paciencia no aguanta con el peso de una colonia. ¿Es posible hacerles frente a tan organizados animales? Aún me pregunto si alguna vez se irán por completo, porque, aunque el aire ya no falta como antes y su jornada laboral ha disminuido, sus pequeños murmullos aún viajan impulsados por la duda hasta mis oídos, y su hormigueo se extiende por la piel que toca las gotas de sudor que tan meticulosamente ellas han preparado.

Es entonces la vida un juego de poder entre ellas y yo, donde quien tiene el control gana, y quien se rinde, dona su cuerpo a la infestación sin retorno de un animal de seis patas, la hormiga.

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