Son las 5:40, suena la alarma y quiero 15 minutos más. No voy a llevar
almuerzo, no me apetece cocinar. Tengo pereza y no estoy de buen humor. Vivo a
20 minutos de la universidad, pero el bus tarda el doble en llegar y salgo a
las 7 de la mañana, a esa hora, se demora más.
Me termino de alistar y prefiero el metro. Más lleno, pero menos atrasado.
En el trayecto, observo el paisaje de concreto. Con suerte se pueden divisar
zonas verdes, pero hoy todo es gris como el cemento, incluyendo las nubes, que
empiezan a llorar. Llegan a mi mente los recuerdos de la isla, el mar azul como
un espejo del cielo, la brisa que te pega en la cara, el olor a playa y el
desayuno de mamá. Pero hoy, lejos de mi hogar, tan solo percibo el aire húmedo
al salir de la estación y el humo de los carros. La nostalgia se apodera poco a
poco de mí.
Llego siendo invisible, sin tratar con nadie y sin hablar de nada.
Mientras la clase avanza, pienso y pienso. En todo menos en economía. Pienso
en mí y en otros, en el futuro, la vida y en el almuerzo que no traje. Pienso,
también, en cómo sería tener una vida amarilla.
He descubierto que varío con el clima. Cuando hay sol, sé que, tal vez,
será un buen día. Me dan ganas de salir y hacer todo lo que me plazca. Excepto
eso. En un día como ese no pienso en eso. En un día como ese, soy feliz.
Pero no siempre sale el sol. Hay días en los que las nubes grises lo
esconden, así como ocultan mi alegría. Una emoción efímera, como yo. En un día
como este, la escucho, retumbando en mi mente como una moneda al caer. Hoy sí
pienso en eso.
“Ser o no ser”. Estar o ya no.
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