Las letras
con las que escribo no son mías, pertenecen si acaso a mi amada Lucila. Recuerdo
de sobremanera sus gestos al resolver crucigramas por la tarde y la mirada que
ponía cuando fumaba sola; la pienso todos los días sentado en la misma banca del
Parque San Ignacio y mientras camino por aquellas avenidas que solíamos
recorrer los domingos después de misa.
Hay días
en los que no quiero salir a la calle sino quedarme en la casa escuchando tangos
y escribiendo, porque últimamente no disfruto la lectura. Hoy es uno de esos,
está lloviendo afuera y el perro duerme a mis pies mientras la pienso y me tomo
el brandy que me trajo Gregorio de España. Daría lo que fuera por volver a
verla en esos cañaduzales de Sevilla, en el Valle del Cauca, riendo pícara como
era ella.
A veces,
viene a mi cuarto cuando estoy triste y me sostiene mientras lloro, otras,
cuando estoy feliz y nos partimos de la risa, esos son mis momentos favoritos.
Siempre dice las palabras que necesito oír, y menciona que la vida es mucho más
valiosa que la muerte, aunque esté acompañada de situaciones absurdas como las
locuras ocasionales de mi padre o el libertinaje adolescente en el que cayeron
todos en mi casa. Últimamente no viene, será eso por lo que la estoy pensando
tanto, o será el hecho de que no tengo a nadie más.
A Gregorio
no lo veo desde que discutimos porque no la olvidaba, no le permití que me
dijera que ella no va a regresar. Ojalá hablemos pronto, es el único amigo que
tengo. A ratos pienso que si fuera tan amigo mío ya hubiera vuelto, pero igual
le quiero, igual te quiero, Grego, aunque seas tan peleonero.
Ese
octubre en el que murió el cielo estaba triste y yo también, pasaron muchos años
antes de que la volviera a ver, así fuera en sombras, o siendo un producto de
mi imaginación como lo mencionó Gregorio esa noche. A veces siento que la
muerte me la ha quitado dos veces, y siento ganas de morir para poder buscarla
en ese mundo, pero entonces recuerdo que la vida es mucho más valiosa.
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