4:30 pm, Jaime salía de
su clase cabizbajo y agazapado, las primeras gotas de junio caían peresozamente
sobre los techos de la universidad. En sus manos, doblada cuidadosamente,
estaba la sentencia a muerte que había estado esperando desde la segunda mitad
del semestre, el diluvio final. Con esta iban tres clases que perdía (Una de
ellas por segunda vez), y aún esperaba otras dos.
La llovizna pasó a
lluvia, y Jaime pronto se encontró corriendo a refugiarse en uno de los
bloques, la hoja se arrugó en sus manos, y él la metió en su maleta con el
resto de los papeles, una tormenta se aproximaba, y caía en cuenta en aquel
momento de que había dejado su sombrilla en casa. Caminó a lo largo del
pasillo, estudiantes salían aquí y allá, terminando una jornada: se dirigían a
un trabajo, a una casa, a la siguiente clase y de pronto también a la que le
seguía después de esa. Jaime daba vueltas, como si los avisos pegados en las
paredes tuvieran la solución a su dilema.
Debió de haber estudiado
más, debió de haberse esforzado más, las trasnochadas no habían sido
suficientes, no había sacrificado lo suficiente. Pensó en su casa; no en el
cuarto que lo esperaba esa noche, con una cama que no era de él, y gente que no
era la suya; pensó verdaderamente en su hogar, a casi ocho horas de distancia,
lo que estaría haciendo su família aquella noche, si ya habían comido, si
estaban bien, se preguntó remotamente si estarían pensando en él. Pensó en su
carrera, se preguntó si la habría escogido con la intención necesaria, si
podría terminarla; si tendría la voluntad de hacerlo, o volvería a su pueblo
con la cola entre las piernas.
Lágrimas amenazaban por
caer cuando ese pensamiento recorrió su mente. Su carrera, su oportunidad de
tener un buen futuro, ¿De verdad echaría todo eso en saco roto?, fue tan felíz
cuando fue aceptado, pero ese logro pasado, Jaime lo estaba convirtiendo
lentamente en una sentencia. Se secó las lágrimas, respiró profundamente y miró
su celular, eran las 4:40 pm, salió de su cabeza, escuchó las gotas sobre el
techo, por alguna extraña razón, el sonido le resultó reconfortante. Con el
corazón entumecido, buscó de nuevo en su maleta, ignorando la infame hoja, y se
dio cuenta, con alivio, de que la sombrilla estaba en el fondo.
4:45 pm, Jaime salía de
la Universidad, estudiantes seguían andando por los pasillos, mojados,
afanados, con el trajín cotidiano a sus espaldas.
La lluvia seguía cayendo.
Jaime siguió su camino.
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