lunes, 12 de junio de 2023

Sin divisiones de Gabriela Parra

Lucia sabía que Ricardo habría de terminarle. La carta quedó atrapada en la mitad del corredor. Constituía un espacio vacío entre las vetas de colores de las baldosas. La lectura de la carta le indicó a la niña devolverse sobre sí misma, revolver sus pasos, sosteniendo cada parte de su cuerpo que se hacía más blanda al caminar. En su cabeza se reproducía la imagen de un Ricardo sorbe mocos, en la madrugada, escribiendo con ayuda de un diccionario una frase tan simple como "nos vemos en la plaza a las doce”. Lucia alivianó su peso con un par de plumas en la cabeza y un vestido con bolsillos, al que su madre, frente al espejo, le doblo los pliegues y atenuó las arrugas.  Antes de salir, Lucia recorrió la casa torciendo y desacomodando cada cosa tocada al alba para recordarse a sí misma como una mujer sumamente desequilibrada ante el augurio. Al pasar por la puerta, además de su cabello, llevaba recogidos los dedos de los pies. Golpeaba el piso y el golpe rebotaba en las paredes haciendo temblar la cal. Caminaba y aglomeraba el tiempo contra su cuerpo. Sobre su silueta, a la distancia, se podía distinguir una Lucia polvorienta haciendo las veces de una sombra descobalada. A esa hora, los almacenes aún tenían sus rejas abiertas y las señoras se escuchaban ya como un recuerdo tardío, pidiendo una bolsa de café o un cuarto de panela. Ricardo solía decirle “Siempre te ves cómo tú, sin divisiones”. Para ese momento deseaba coger un pañuelo, limpiarle los mocos y decirle, solo decirle, cualquier cosa.  Mientras avanzaba en su trayecto, el tiempo se había hecho una trenza, apretada y ciega. Su caminar se mantenía en ritmo constante. Es común que las paredes tiendan a respirar en momentos incomodos. Las paredes que iban al paso de Lucía eran de una piel estirada, en una inhalación eterna. Sus manos las tocaban cuando debía cambiar de calle. Las esquinas estaban calientes. El sol se dedicaba a lamer y relamer las fachadas. Después de pasar la tienda, las cosas ya no coseaban. Por un momento, antes de tener a Lucía en frente, las puertas decidieron ventanear, las ventanas techiar y ante la confusión, vino el estatismo. A Lucía le era ajeno el silencio que le habría camino hacia la plaza. Ignoraba las estampas de mirlos, mariposas y polillas que a su paso iban adornando como guirnaldas un cielo mudo.  Las sombras decidieron dormir la siesta en las aceras. El movimiento de rotación de la tierra dejó su silla y se acomodó en algún lugar del diafragma de la niña produciéndole nauseas. Los pueblerinos ante su caminar interpretaban diversas figuras de cera con rostros atrapados. En la antepenúltima calle, Lucía tuvo que mover varias veces las manos para correr con displicencia los olores condensados en el vacío. Siempre en línea recta, contando las veces que parpadeaba tratando de arreglarse la mirada. Aunque el sol caía con delicadeza, a Lucía le ardía en todo el cuerpo. Al llegar a la plaza el viento ausente dejaba reposar los sombreros en las cabezas de todos. La Araucaria de la esquina había desistido de enderezarse con la brisa y en las bancas el polvo comenzaba a lucir como algodón. Ricardo estaba sentado en la mitad de la plaza. Sus piernas se mantenían serenas y abiertas, libres de remordimientos, parecía él, sin divisiones, esperando cualquier cosa que no fuera ella. Lucía lo rodeo y se detuvo en frente. Ricardo no se levantó y aún con el diccionario en mano, sin ensayo alguno dijo “Terminamos”.

Entonces, Lucía estiro el brazo, abrió la mano, arrugo el pueblo y lo metió en su bolsillo.

 

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