Rafael vivía con
su mamá en una casita en las afueras de Niquía, por allá, cerquita del fin del
mundo. Él se levantaba todos los días para ir a la universidad a clase de diez,
menos los miércoles, que le tocaba la clase de seis.
Hace como semana
y media Rafael abrió los ojos y se chocó con la profunda oscuridad de la
habitación. Desorientado, apenas si pudo liberarse de la sábana, salir de la
cama y abrir la puerta. Afuera estaba su mamá, Doloritas, que dice la leyenda
ajusta dos siglos sin dormir. Ella lo esperaba con el desayuno mientras lo
animaba diciéndole que al que madruga Dios le ayuda. Tras cinco minutos, cuando
Rafael se disponía a salir, su mamá se despidió diciendo “va a llover”. Su
hijo, al no ver ni una nube se rio y abrió la puerta. “Más sabe el diablo por
viejo que por diablo”, fue lo último que escuchó antes de que Doloritas cerrara
la puerta.
Esperando el circular
cayó sobre Rafael la maldición de Doloritas, arrasando toda Niquía y dejándola
sumida en el caos. La calle estaba emparamada, llena de barro y, para acabar de
ajustar, el bus no pasaba. Cuando finalmente apareció, la civilizada horda de
gente que iba tarde entró a presión como pudo, pasando por encima de don
Ernesto, a quien al día de hoy no han podido despegar de la acera. El bus olía
a pechuga de pollo y pony malta, mezclado con perfume. Rafa iba abrazado a una
barra con todas sus fuerzas rogándole al Espíritu Santo que el tumulto no lo
bajara a las bravas antes de llegar a punto cero.
-
¿Qué pasó? – le preguntó
ella divertida.
-
Nada, nada. Es que acabó
de salir el sol.
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