lunes, 12 de junio de 2023

Un complejo de Felipe Miranda Arboleda

Por uno de los pasillos más transitados de la universidad caminaba M. con cuidado de no atropellar a alguien con su abotargada maleta o sus traviesos pies. Miraba al piso y jugaba ansiosamente con una moneda. Sus tintes esquizoides le prohibían acercarse demasiado a la gente. Prefería rodearlos a tener que excusarse por un espacio para cruzar.

Durante su inquieto trayecto, una distracción inundó su cabeza y su desliz lo dejó mal parado. Trastabilló al evitar un grupito jugando cartas en el piso, atravesados entre el gentío, y su moneda cayó. Para su desgracia, esta comenzó a girar, alejándose. Dijo perdón sin mirar a nadie y emprendió la persecución de su centavo. Este era mucho más ágil que él: hacía fintas de izquierda a derecha, evadiendo zapatos, tacones, botas y algún esporádico pie descalzo. Pasó por debajo de venteros, populares individuos y sujetos similares a su persona, cada uno con su propio artilugio para controlar las ansias y evitar las masas. Por su parte, él caminaba cuan rápido podía. La adrenalina que le producía el escape de la moneda le hizo olvidar momentáneamente por qué la llevaba en primer lugar. Metros adelante, cuando se despejaba el espacio y se le presentaba la oportunidad para aligerar las piernas y mandar un zarpazo que diera fin al paseo de su moneda, esta agarró velocidad: Un pequeño descenso le dio suficiente aliento como para que nadie la alcanzase. De ahí, pasó por un sendero adoquinado, evitando las zonas con pequeños parches de verde naturaleza y acercándose así a otro temido y concurrido lugar, la cafetería. Un compañero que tenía la ubicación perfecta para detener la moneda de un pisotón, terminó pateándola por mirar distraídamente su celular. Esto la llevó a caer escaleras abajo, donde todo el mundo se movía erráticamente. En su desenfreno, M. no paró. Bajó las escaleras de a brinquitos y logró hallar la moneda por el resplandor que reflejaba del sol. Sintió como si llevara en esta labor no un mísero minuto, sino días o semanas. Se agachó y la recogió. La sintió más liviana de lo que recordaba. En ese mismo instante, un escalofrío atormentó su cuerpo. Nunca pensó qué clase de espectáculo acababa de armar por una reemplazable moneda ni hacia dónde lo llevaba su recorrido. Empezó a sentir la fuerza de decenas de pares de ojos postrados encima de él. Se levantó en el ambiente un runrún, que pronto se convirtió en murmullo y en vociferación. Detrás de M. se alzó una voz particularmente similar a la suya que dijo:

-          «¡Chimba de moneda de 50 parcero!»

 


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