Por uno de los pasillos más
transitados de la universidad caminaba M. con cuidado de no atropellar a
alguien con su abotargada maleta o sus traviesos pies. Miraba al piso y jugaba
ansiosamente con una moneda. Sus tintes esquizoides le prohibían acercarse
demasiado a la gente. Prefería rodearlos a tener que excusarse por un espacio
para cruzar.
Durante su inquieto trayecto, una distracción
inundó su cabeza y su desliz lo dejó mal parado. Trastabilló al evitar un
grupito jugando cartas en el piso, atravesados entre el gentío, y su moneda
cayó. Para su desgracia, esta comenzó a girar, alejándose. Dijo perdón sin
mirar a nadie y emprendió la persecución de su centavo. Este era mucho más ágil
que él: hacía fintas de izquierda a derecha, evadiendo zapatos, tacones, botas
y algún esporádico pie descalzo. Pasó por debajo de venteros, populares
individuos y sujetos similares a su persona, cada uno con su propio artilugio
para controlar las ansias y evitar las masas. Por su parte, él caminaba cuan
rápido podía. La adrenalina que le producía el escape de la moneda le hizo
olvidar momentáneamente por qué la llevaba en primer lugar. Metros adelante, cuando
se despejaba el espacio y se le presentaba la oportunidad para aligerar las
piernas y mandar un zarpazo que diera fin al paseo de su moneda, esta agarró
velocidad: Un pequeño descenso le dio suficiente aliento como para que nadie la
alcanzase. De ahí, pasó por un sendero adoquinado, evitando las zonas con
pequeños parches de verde naturaleza y acercándose así a otro temido y
concurrido lugar, la cafetería. Un compañero que tenía la ubicación perfecta
para detener la moneda de un pisotón, terminó pateándola por mirar distraídamente
su celular. Esto la llevó a caer escaleras abajo, donde todo el mundo se movía
erráticamente. En su desenfreno, M. no paró. Bajó las escaleras de a brinquitos
y logró hallar la moneda por el resplandor que reflejaba del sol. Sintió como
si llevara en esta labor no un mísero minuto, sino días o semanas. Se agachó y
la recogió. La sintió más liviana de lo que recordaba. En ese mismo instante,
un escalofrío atormentó su cuerpo. Nunca pensó qué clase de espectáculo acababa
de armar por una reemplazable moneda ni hacia dónde lo llevaba su recorrido.
Empezó a sentir la fuerza de decenas de pares de ojos postrados encima de él.
Se levantó en el ambiente un runrún, que pronto se convirtió en murmullo y en
vociferación. Detrás de M. se alzó una voz particularmente similar a la suya
que dijo:
-
«¡Chimba de moneda de 50 parcero!»
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