Un jueves, en un bar ubicado en una
olvidada esquina del Cerebro, por la calle de las Emociones, como quien va para
el Olvido, bailaba como nunca antes la joven Felicidad. Se movía con toda la
ligereza de su joven cuerpo. Sentada en frente de la barra y carcomida por los
años, Tristeza pedía a gritos que sentaran de una vez por todas a esa loca que
bailaba y que quitaran a ese bobo romántico que sonaba. En una mesa coja, del
otro lado del bar, estaba Miedo. En su rostro se notaban los nervios que lo
acompañaban. Llegó a pensar que la debilidad lo desbordaba y que eso implicaba
el fracaso. Miedo no se podía permitir eso, no quería pertenecer al club de los
raquíticos emocionales. Así que, cuando un viejo reloj que estaba cerca marcó
las 03:00 a. m., Miedo se levantó apresuradamente de la mesa, como si
evitara alguna ráfaga de pensamientos que frenara su impulso. No lo detuvo ni
el cansancio de su cuerpo arrastrado por la vejez prematura. Caminaba con una
certeza casi más fuerte que la de los terraplanistas. En segundos, mientras se
dirigía a la otra esquina donde estaban Felicidad y Tristeza, saca sin vacilar
una navaja algo oxidada y sin temblarle la mano, pero si el ojo izquierdo que
le temblaba de vez en cuando, apuñala tres veces
seguidas a Tristeza, que quedó tendida en el suelo tan pronto como la navaja
salió de su cuerpo. Felicidad, al ver que Miedo va hacia ella, intenta correr
hacia la puerta más cercana, pero las nueve cervezas que se había bebido le
cobraron la coordinación de sus piernas, sumado a la falta de tres dedos del
pie derecho que se los habían amputado el día en que un anciano le pasó una de
las llantas de su tractor por el pie. Miedo la alcanza y la toma por el brazo y
sin dudarlo le da cinco apuñalas a la altura del estómago, como si esperara
vaciar las últimas cervezas que se tomó Felicidad antes de su destino. De
manera seguida se escuchan dos disparos provenientes del lado de la barra e
inmediatamente se escucha caer un cuerpo con un golpe casi parecido al de los
cuerpos que caían por las balas en aquel manicomio la vez en que la capital
estuvo cubierta por la ceguera.
Pasadas unas horas, aquel pueblo de
calles amontonadas y casas sin terminar se desayunaba con la noticia de la
muerte de Felicidad, de Tristeza y de Miedo que nunca nadie había visto por
esos lados. A eso de las 12:46 p. m., mientras en las casas del pueblo
servían sopa de hueso recién sacada del fogón, en el parque central del pueblo
varios policías daban la noticia de que sabían quién era el asesino.
—Quien asesinó a estas tres
personas, mientras la gente buena dormía, fue una joven llamada Inseguridad —menciona uno de los policías—. No es de
por aquí cerca. No sabemos por qué lo hizo. El dueño del bar la contrató sin
saber nada sobre ella solamente porque cobraba barato y no ponía problemas por
trabajar más de ocho horas al día. Aún no le hemos dado captura, no sabemos
cuándo, pero no se preocupen que ya tendremos paz.
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